domingo, 25 de julio de 2010

Pinceladas surrealistas XV

Inevitablemente había una chica en la entrada. De esas que sólo imaginas ver en la portada de algún disco de pop dulzón, o en alguna película francesa poniéndote morritos y diciéndote "Je t´aime" mirándote directamente a los ojos. Era inevitable no mirarla. Pelo corto, con un pequeño fleco que asomaba bajo su boina, negra. Vestido corto, negro. Bailarinas negras. Lo único que parecía no tener negro era su sonrisa. Repartía sonrisas como paraguas contra aquel cielo gris que no le hacía justicia, a todo aquel o aquella que se quedase mirándola durante al menos dos minutos. Yo sólo la miré minuto y medio, suficiente para saber que quedaríamos empatados en un concurso de cicatrices. Su presencia era constante, lo llenaba todo. Era como participar junto a Jean Seberg en una escapada que yo sabía que no tendría final. Y tampoco lo buscaba. Hay cosas en el universo que simplemente parecen encajar, como si toda la vida se detuviera por una fracción de segundo y ahí nos desprendiésemos tú y yo, dos desconocidos que por alguna extraña razón comparten manual de instrucciones. Se veía en aquellos ojos, desafiantes. No hay nada que sea tan complejo ni tan permanente como para evitar que giremos, que mantengamos este imposible equilibrio de los desencuentros de carrusel. Oí su voz, llena de orillas accidentales que intentaban llegar antes que su sombra a la felicidad. Yo me sedimenté, pasé a su lado, olí su perfume, y entré, al fin, en aquel bar que pedía a gritos ver mis manos en los bolsillos.